La resonancia es uno de los fenómenos físicos más espectaculares y
divertidos. Lo notamos cuando cantamos en la ducha, pulsamos el botón
del microondas o empujamos el columpio del niño. Su estructura interna
es bastante sencilla: una fuerza externa periódica con la frecuencia
adecuada, un sistema que no quiere moverse de donde está, quizá algo de
disipación (energética, se entiende), y poco más. Es capaz de hacer
estallar copas, hundir puentes y si los Piratas del Caribe lo usan
adecuadamente, pueden conseguir que arriba sea abajo y volcar un barco.
Pero los tiempos cambian, y la resonancia ya no es lo que era. Ese
bello fenómeno está siendo desmontado ejemplo tras ejemplo. La guardiana
de la puerta de Griffindor tuvo que romper una copa con la mano porque
su voz no conseguía el efecto resonante como Ella Fitzgerald.
Recientemente, el Amazing Enchufa2 nos demostró que la resonancia no era la responsable de calentar el desayuno. Y para colmo, el ejemplo de los ejemplos muerde el polvo.
Me refiero al puente de Tacoma Narrows. Durante décadas, los profes
de Física lo hemos utilizado como ejemplo de libro cuando explicamos el
tema de la resonancia, y los libros de texto suelen incluirlo con
profusión de fotografías. El libro de Física de Giancoli afirma que el
colapso del puente fue debido a un fenómeno resonante ocurrido “como
resultado de fuertes ráfagas de viento impulsados al claro en un
movimiento oscilatorio de gran amplitud.” El de Serwett-Jewett lo
explica en términos similares: “fue destruido por las vibraciones de
resonancia … los vórtices generados por el viento que soplaba a través
del puente se produjeron a una frecuencia que coincidió con la
frecuencia natural de oscilación del puente.”
Sin embargo, el que considero mejor libro de texto en física general
(el Tipler) ni siquiera menciona el puente. Y otro libro me dice que
“hay dudas al respecto”. ¿Qué dudas va a haber? ¿Quién osa poner en
duda el ejemplo de los ejemplos? Molesto por tamaña falta de fe, me
dispuse a averiguar la verdad. Y lo cierto es que, en cierto modo,
todos tienen razón. Hubo resonancia en el puente de Tacoma Narrows, pero no fue esa la causa de su colapso.
Pongámonos en situación. Nos vamos a los EEUU de los años treinta,
época de crisis económica en la que el Estado invierte fuertemente en
infraestructuras (¿les suena?). La ciudad de Tacoma, en el noroeste del
país, necesita un puente para conectarse con la península de Kitsap, al
norte. El resultado fue un hermoso puente colgante, inaugurado el 1 de
julio de 1940. Su forma recuerda al famoso Golden Gate de San Francisco,
y era sólo algo más pequeño: más de 1.800 metros de longitud, con una
separación de 850 metros entre soportes. Fue en su momento el tercer
puente más grande del mundo, una mole compuesta por miles de toneladas
de acero y cemento, diseñado para durar. Y duró, ciertamente.
Exactamente cuatro meses y seis días.
Ya desde su nacimiento estaba claro que el puente de Tacoma era algo
especial. Y no precisamente por su diseño o sus dimensiones –que
también– sino porque disfrutaba de una particularidad única: era el
único puente del mundo que hacía doblete como atracción de feria. Los
suaves vientos de la zona hacían que el tablero del puente subiese y
bajase cada pocos segundos. Evidentemente, eso no era lo que debía
suceder, pero al público le encantó. Los conductores recorrían decenas
de kilómetros para cruzar por “Gertrudis galopante,” como la bautizaron
los obreros que la construyeron. Eso eran buenas noticias, no sólo para
el turismo local, sino para la cuenta de resultados del puente, que era
de peaje.
El motivo de las galopadas de Gertrudis es la resonancia. Veamos
cómo es eso posible, y con esto comienza la clase de hoy. En la
naturaleza existen muchos sistemas que, alejados de la posición de
equilibrio, tienden a volver a él. Eso le sucede, por ejemplo, a un
muelle cuando lo estiramos, o a un péndulo cuando lo separamos de la
horizontal. Eso implica una fuerza que tiende a restaurar el estado
inicial. Cuando esa fuerza es proporcional a la distancia que el cuerpo
se ha alejado del equilibrio, tenemos el llamado movimiento armónico simple. La solución es sencilla: el sistema efectúa un movimiento sinusoidal con una frecuencia angular ωo (también llamada frecuencia natural).
Le pondría la consabida fórmula “x igual A por coseno etc, etc” pero me
he apostado que no voy a incluir ni una sola ecuación en este
artículo. Manías que me han dado hoy. De momento, voy ganando.
La naturaleza, por su parte, suele imponer fuerzas disipativas
(viscosidad, rozamiento, amortiguamiento magnético), así que ni el
muelle ni el péndulo van a estar oscilando eternamente, y la amplitud de
las oscilaciones se va reduciendo con el tiempo. Para compensarlo,
podemos efectuar una fuerza externa. Es lo que todo abuelo que se
precie hace con el columpio de su nieto.
Tenemos, pues, tres fuerzas en juego:
- la fuerza recuperadora, que depende de la posición del cuerpo;
- la fuerza disipativa, que podemos representarla como algo proporcional a la velocidad,
- y por último la fuerza externa que hacemos para que el sistema no se pare.
Si esa
última fuerza es sinusoidal (e incluso si es periódica, es decir, que va
repitiéndose con el tiempo), tenemos el llamado movimiento armónico forzado.
La expresión para su movimiento es similar a la anterior, pero con
algunas diferencias. La más significativa es que la amplitud A ya no es constante, sino que depende de los parámetros del sistema.
Lo divertido del caso viene cuando la frecuencia de la fuerza externa coincide con la frecuencia ωo. En ese caso tenemos el fenómeno de la resonancia:
la amplitud A puede tomar valores muy grandes, incluso para fuerzas
externas pequeñas. Lo que sucede entonces es que la energía que recibe
el sistema, por así decirlo, es absorbida por el sistema en su forma más
eficiente. Las oscilaciones crecen tanto más cuanto menor sean las
fuerzas disipativas; y si éstas son muy pequeñas, el sistema oscilará
como si se lo llevasen los diablos.
Eso lo vemos a diario. Las vibraciones de la maquinaria suelen
deberse a que oscilan en una frecuencia resonante. Cuando conectamos el
móvil, las ondas entran en resonancia con un circuito que sirve para
aumentar su intensidad. También el abuelo que ve a su nieto en el
columpio lo sabe. Por eso empuja con una cadencia igual a la frecuencia
natural del sistema, y con una intensidad tal que el columpio no oscile
más de lo debido.
Y eso es lo que sucedió en el puente de Tacoma Narrows. En ese caso,
el papel de abuelo lo hacía el viento, que soplaba transversalmente.
El puente estaba formado por un tablero horizontal y dos paneles
verticales a los lados (todo sujeto a dos grandes torres por medio de la
consabida maraña de cables), de forma que si le diésemos un corte
transversal tendríamos una figura en forma de H, con el trazo horizontal
mucho más largo que los verticales. El viento viene horizontalmente,
digamos de izquierda a derecha. Cuando topa con el panel izquierdo, se
desdobla en dos flujos de aire, que recorren el puente. Pero como el
puente carecía de línea aerodinámicas, el aire formaba remolinos en la
parte superior, y también en la inferior.
Vean un hermoso ejemplo de estos remolinos, llamados también vórtices de Karman,
rodeando una de las Islas de Juan Fernández frente a la costa de
Chile. En esta imagen, tomada el 15 de septiembre de 1999 por el
satélite Landsat 7, el viento fluye de la esquina superior izquierda a
la inferior derecha:
He aquí otro ejemplo, también de Wikimedia commons.
Como puede verse, los remolinos se crean en la parte inferior (violeta)
y superior (verde) del objeto, que en este caso es el círculo de la
izquierda.
Cada
vez que un vórtice abandona el puente por la parte superior, crea una
fuerza de arriba abajo; cuando lo hace por la parte inferior, la fuerza
tiene sentido opuesto. Fíjense cómo ambos remolinos se forman en
instantes diferentes, la combinación de ambos es una fuerza periódica.
La frecuencia de esta fuerza (llamada frecuencia de Strouhal). Si
coincide con la frecuencia natural del puente, o más bien con una de las
frecuencias naturales del puente (un objeto complejo tiene más de una),
tendremos resonancia.
No disponemos el puente para hacer mediciones, y el último que lo
intentó tuvo que salir corriendo; pero una simulación realizada
posteriormente en túneles de viento mostró que para velocidades del
viento bajas hay al menos tres frecuencias de resonancia entre 0,13 y
0,3 Hz. Eso se corresponde aproximadamente a la frecuencia con que el
período con el que Gertrudis galopaba arriba y abajo (entre 0,1 y 0,2
Hz, dependiendo de la velocidad del viento), y también con la frecuencia
de Strouhal para velocidades de entre 8 y 20 km/h.
A pesar del regocijo de los conductores, las autoridades no estaban
contentas con el comportamiento tan poco serio de su puente, y
encargaron al profesor Frederick Farquharson, de la Universidad de
Washington, que les recomendase alguna solución. Hubiera sido tan
sencillo como perforar agujeros en los paneles laterales, o cubrirlos
con paneles adicionales que le diesen al puente una forma más
aerodinámica.
Pero antes de que Farquharson pudiese seguir sus investigaciones,
llegó el día del desastre. El 7 de noviembre de 1940, cuatro meses
después de su inauguración, los vientos en la zona eran más fuertes que
lo habitual, unos 65 km/h. Hacia las diez de la mañana, el puente se
vio sacudido por fuertes movimientos de torsión. El tablero central no
se limitaba a subir y bajar suavemente, sino que se retorcía de una
forma que solamente podemos calificar como salvaje.
Las grabaciones de entonces muestran a una persona corriendo mientras
el puente oscilaba de un lado a otro. Se trataba de un periodista del
Tacoma News Tribune que tuvo la mala fortuna de presenciar el inicio del
movimiento de torsión mientras cruzaba el puente en su coche. Tuvo el
tiempo justo de abandonarlo y ser testigo de los instantes finales. A
las once y diez de la mañana, secciones enteras del tablero del puente
caían al agua, incluidos el coche del periodista.
Aunque la resonancia originada por los vórtices de Karman explican
los movimientos verticales del puente, no sirven para entender por qué
el puente cayó destrozado en la mañana del 7 de noviembre. Para una
velocidad del viento como la de aquella mañana, la frecuencia de
Strouhal era 1 Hz; sin embargo, el puente se retorcía con una frecuencia
de 0,2 Hz. Además, la amplitud de las oscilaciones era tremenda.
Los resultados del estudio realizado para esclarecer las causas
muestran que sí hay un efecto de torsión a 0,2 Hz, tanto más violento
cuanto mayor fuese la velocidad del viento. Experimentalmente, pues, el
túnel de viento muestra que el puente debió romperse, y eso es
exactamente lo que hizo. Pero no se trató de un fenómeno de resonancia.
El concepto se llama autoexcitación aerodinámica, y
como me caen bien voy a explicárselo sin echar mano de las ecuaciones
(sigo con mi apuesta particular). Para entenderlo, volvamos al puente.
Recordarán cómo los vórtices o remolinos se iban generando tanto encima
como debajo del puente, generando en éste un movimiento vertical. Lo
importante ahora es que también provocaban un movimiento rotacional,
esto es, una torsión.
Digamos que la torsión es en el sentido de las agujas del reloj.
Ahora el trazo vertical izquierdo de la H está más elevado que el de la
derecha. La consecuencia es que el viento, que viene del lado de la
izquierda, genera en la parte superior un remolino más grande que en la
parte inferior.
Si la velocidad del viento es pequeña, el remolino irá recorriendo el
puente durante más de un período de torsión. Es decir, mientras el
remolino se encuentra a medio camino, la torsión del puente habrá
cambiado de sentido y ahora se formará un remolino en la parte
inferior. El efecto de ambos remolinos se anula. Es algo así como el
abuelo que empuja el columpio en todo momento, tanto a la ida como
cuando a la vuelta.
Pero si el viento sopla con fuerza, el remolino recorrerá el puente
con rapidez y saldrá por el lado de la derecha antes de que el tablero
del puente haya vuelto a la horizontal. Cuando la torsión sea la
opuesta, será la parte inferior la que genere un remolino. Ahora el
abuelo está empujando el columpio desde atrás, corre hacia delante y
vuelve a empujar en sentido opuesto. En ambos casos, los efectos se
refuerzan. Y lo hacen de modo espectacular.
Eso es lo que pasó en el puente de Tacoma Narrows. Cada vez que se
inclinaba lateralmente, se generaban remolinos, los cuales ejercían un
momento de torsión que retorcía el puente cada vez más. A cada
oscilación, la torsión crecía, lo que incrementaba el tamaño de los
remolinos, que a su vez aumentaba la torsión, y así sucesivamente. El
efecto es un “bombeo” de energía del viento al puente. En apenas una
hora, la energía cinética acumulada partió el puente y lo hizo añicos.
Lo descrito se asemeja a la resonancia, pero no lo es. Las causas
son diferentes, y también el tratamiento matemático. La condición de la
resonancia es la existencia de una fuerza externa periódica, con una
frecuencia igual a la frecuencia del movimiento resultante. En el caso
de la autoexcitación, la frecuencia del movimiento es la frecuencia
natural del sistema, no depende de lo que le hagamos desde fuera. La
propia fuerza responsable del movimiento depende de la velocidad, igual
que las fuerzas disipativas, pero en este caso actúa con signo opuesto,
como una fuerza “antidisipativa” que introduce energía al sistema en vez
de extraerlo. En cierto modo, el puente se empuja a sí mismo.
Podemos concluir diciendo que, en su etapa inicial, el puente de
Tacoma Narrows oscilaba verticalmente, en un fenómeno de resonancia
debido al efecto de los vórtices de Karman. En ese sentido, el ejemplo
es válido. Pero los sucesos de la última hora, que acabaron en la
destrucción del puente, se deben a un fenómeno de autoexcitación
aerodinámico, muy complejo y sobre el que todavía se debaten los
detalles.
El puente, amigos profesores, no fue destrozado por fuerzas
resonantes, y todos los libros de texto que lo afirman (incluyendo el
vídeo 17 de la excelente colección El Universo Mecánico) pecan de
sensacionalismo. El hecho es que, como hemos visto, sí había efecto
resonante durante casi toda la vida del puente (salvo la última hora,
quizá). Un artículo de 1991 publicado por Yusuf Billah y Robert Scanlan
en el American Journal of Physics aclara la naturaleza del movimiento
de torsión, y artículos posteriores lo confirman. Sin embargo, Tacoma
es a la Física lo que el Titanic a la navegación: un símbolo poderoso
que se niega a desaparecer de nuestra memoria. Indudablemente, Se non è
vero, è ben trovato.
De no haber sufrido autoexcitación, quizá el puente de Tacoma
seguiría en pie, como su primo el Golden Gate, con la ventaja de que
seguiría “galopando” arriba y abajo. Nunca lo sabremos. Apenas un año
después de su desaparición, Estados Unidos entró en guerra y el acero
del puente era necesario para el esfuerzo bélico. Sólo en 1950 pudo
construirse un puente nuevo, eso sí, tras concienzudas pruebas en los
túneles de viento. El crecimiento de la ciudad hizo necesario un
segundo puente, que fue inaugurado en 2007. Ahora los tacomanenses
tienen dos puentes, uno para ir y otro para volver.
Por cierto, si piensan que los constructores de puentes tienen a estas alturas dominado el tema, se equivocan.
En 2000, el Millennium Bridge, un puente peatonal de Londres, tuvo
que ser cerrado a los dos días de su inauguración. El motivo recibe un
nombre técnico bastante pretencioso, pero viene a ser tres cuartos de
lo mismo. En ese caso, la excitación del puente provenía de … las
propias personas que lo cruzaban. Por lo visto, la frecuencia de los
pasos entraba en resonancia con el puente, la gente acompasaba el paso
con el movimiento del puente y éste se movía todavía más. Total, que
hubo que cerrarlo durante dos años. Tras una remodelación que costó
varios millones de euros, se consiguió arreglar el problema. Ahora no se
bambolea.
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