Los contemporáneos de Arquímedes reaccionaron con gran sorpresa ante su pretensión de calcular el número de granos de arena que cabrían en el universo.
A pesar de sus grandes conocimientos matemáticos, a pesar de su perfecta geometría, los antiguos griegos no disponían un buen sistema de numeración (recordemos que el cero, base de los sistemas posicionales, no se descubrió hasta el siglo V). El número más grande al que habían dado nombre era 10.000, la miríada, y Arquímedes tuvo la idea, genial en su sencillez, de utilizar las sucesivas potencias de 10.000 para expresar números muy grandes: la miríada de miríadas, la miríada de miríadas de miríadas…
Tras calcular que en una cápsula de amapola cabrían del orden de 10.000 granos de arena, y considerando que el universo era una esfera de radio igual a la distancia de la Tierra al Sol, Arquímedes estimó que para llenar el espacio harían falta unas 8.000 miríadas de miríadas de miríadas… de miríadas de granos de arena, con el término repetido quince veces (o sea, un 8 seguido de 63 ceros).
Aristarco
Pero ¿cómo podía conocer Arquímedes la distancia de la Tierra al Sol? En su Arenario –una de las pocas referencias a los trabajos de Aristarco que nos han llegado– expuso el siracusano la teoría heliocéntrica dos mil años antes que Copérnico.
Aristarco de Samos, el más preclaro astrónomo de la antigüedad, afirmó que la Tierra y los demás planetas giraban alrededor del Sol, y basándose en el cálculo de Eratóstenes de la circunferencia terrestre, determinó con aceptable precisión el diámetro de la Luna y su distancia a la Tierra (aunque subestimó el tamaño del Sol y lo que dista de nuestro planeta).
Los cálculos de Aristarco sirvieron de base a los de Arquímedes, y también de inspiración a la fascinante cosmovisión que informa su Arenario.
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